jueves, 24 de abril de 2008

Juegos en Sepia.


Una iglesia de barro centenaria rodeada de pastos.
Hacia su atrio, las tardes de marzo nos miraban jugar;
y sobre ladrillos untados de jabón resbalar
para caer al final de la bajada, por el floral.
El sol naranja afinaba los tonos de las cigarras,
y pocas casitas hacían ronda a la plaza bulliciosa.
Más allá el bosque silencioso y discreto,
más acá los gritos y los juegos en barras.
Compartíamos el espacio los con animales:
perros y gatos, gallinas y gallos y muchas otras aves
que entre el jolgorio de los verdes arrabales
cantaban coros al sol distraído, gordo y sincero.
Los humos de las casas olían a comida fresca y criolla,
llenita de plátanos, arroz, frijoles y otros manjares.
Éramos felices y llenos de grandes hazañas,
subiendo los árboles de jocote y de guayaba,
atizando la madera y el fuego de la gran olla
deseosos de la sopa de carne y verduras, que mamá preparaba.
Por las noches escuchabamos la historia de los grandes,
sobre el fantasma vagante que por allí vivía
y los grillos con sus intensos cantos finos y constantes,
decían que era cierta la historia compartida.
Todas las mañanas el tren nos traía las noticias
con su silbar y sus ruedas retumbantes,
con las caras de gentes alegres y extrañas,
con sus manos levantadas
a nuestras sonrisas desdentadas y vibrantes.
Todo, todo era un jugar, dichos y mañas
cazando al insecto, haciendo senderos entre las matas...
Un día los colores se volvieron sepias
y hoy florecen muy blancas casi ya todas mis canas;
recordando amigos, aventuras y hazañas
en el lugar donde Dios me dió la alegría de la nada:
en el hermoso pueblo de Las Pavas.

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