Me anestecio de las horas
cuando la noche nace entre las luces citadinas,
los humos y bullicios del tráfico intermitente.
Me caliento el cuerpo (cosa natural)
de las horas solitarias y de los recuerdos tardíos.
Me erotizo con los espíritus de la caña,
de la malta o del ágave calcinante,
que hechizan los entornos y
convierten los silencios en arte.
Soy pintor de mil años por un instante
rodeado de famas y candilejas,
de chispas de cigarrillos y voces lejanas quietas.
Me fascina el vidrio que captura
la esencia etílica y dulce
de mis años perdidos
y mil veces orinados en espuma de neuronas.
Se me sensibiliza la lengua
y la líbido y beso en silencio a la hermosa soledad,
que me irrespeta con su presencia
con los errados chismes de mi pasado.
Me consuela el Rock nostálgico
que se escapa de la bocina retumbante
y que me recuerda las horas moribundas
de la señora realidad que descansa.
Y la vida empezó y terminó en un instante,
entre la tarde y la noche, entre la bulla ya somnolienta,
entre las horas y las monedas restantes y ahorradas
con las que ofrendo el pago por la velada.
¡Vaya qué pequeña odisea tan relajante!
Me duermo por llegar en el bus de la vida
al lugar donde ahora reposo y se calma mi alma;
otro día en que la ropa vieja se cambia
y se atemperan las ansias.